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El espejo de la bruja y la transgresión en el cine mexicano

Venganza, género y patriarcado

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Por: Martín Hernández

En el amplio espectro del cine mexicano de los años sesenta, El espejo de la bruja (1962), dirigida por Chano Urueta, destaca como una obra que dialoga con el horror gótico clásico mientras insinúa las tensiones sociales de su tiempo. En esta cinta, la figura de la bruja se convierte en una alegoría tanto de poder femenino reprimido como de la lucha moral entre el deseo y la culpa, mediante un lenguaje cinematográfico cargado de símbolos, atmósferas densas y una puesta en escena teatral que multiplica el efecto del discurso.

La película narra la historia de Sara, una bruja que busca vengar la muerte de su hija a manos de un médico, quien la llevó al suicidio tras rechazarla por casarse con otra mujer. Con el uso de un espejo mágico, Sara canaliza su furia, desatando una serie de muertes que envuelven a la familia del médico. Desde lo visual, la película aprovecha con maestría los recursos del expresionismo: sombras alargadas, interiores claustrofóbicos, espejos, escaleras y niebla contribuyen a construir un entorno asfixiante donde lo fantástico es inseparable de la crítica social.

La cámara de Urueta privilegia los encuadres cerrados y los contrapicados para subrayar el dominio simbólico de la bruja, figura que, aunque representada como un agente del mal, contiene una complejidad poco común en el cine de género de la época. El ritmo pausado y los silencios prolongados contribuyen a generar una tensión constante, más cercana al melodrama gótico que al horror visceral.

El film se inscribe en una tradición de representación femenina ambigua. La bruja, históricamente vinculada al saber prohibido y la subversión, encarna aquí tanto la venganza como la justicia. En un contexto mexicano marcado por el patriarcado institucionalizado y la moral católica, el personaje de Sara puede leerse como una figura transgresora, cuyas acciones desafían las estructuras normativas: médicas, familiares, religiosas.

El espejo, más allá de su función mágica, actúa como una herramienta de enunciación. A través de él, Sara no solo observa el mundo, sino que lo interviene. Este dispositivo articula una crítica implícita al lugar que ocupa la mujer dentro de la narrativa nacional: condenada al silencio, pero con la posibilidad de irrumpir cuando se le niega la justicia.

Aunque El espejo de la bruja puede parecer una obra menor dentro del cine fantástico mexicano —opacada por títulos más populares de El Santo o por el realismo de la Época de Oro—, su valor reside en la manera en que logra combinar lo fantástico con una mirada crítica sobre la moralidad. El discurso que articula no solo pone en tela de juicio el rol del médico como figura incuestionable de poder, sino que también desmitifica la familia como núcleo de virtud, al exhibir sus hipocresías y fracturas.

El espejo de la bruja es más que una película de horror: es un reflejo turbio de las tensiones culturales, religiosas y de género que atravesaban al México de los sesenta. Su forma estilizada y su carga simbólica la colocan como una obra que merece ser revisitada no solo por cinéfilos del horror, sino por quienes buscan en el cine un espejo crítico de la sociedad.

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