Por: Martín Hernández
El mediodía del 18 de abril, el Santuario de Guadalupe fue nuevamente el escenario de una representación ya tradicional en la zona metropolitana de San Luis Potosí: el viacrucis viviente. A pesar del fuerte calor, decenas de personas se congregaron para presenciar el acto religioso organizado por el taller cultural San Juan de Guadalupe.

Entre sombrillas, abanicos y silencios expectantes, se escucharon las primeras palabras: una entrevista breve con los actores, quienes compartieron su experiencia, motivaciones y el sentido que para ellos tiene participar año con año. La ceremonia fue dedicada también a la memoria de integrantes fallecidos del grupo, lo que dio un tono más íntimo y a la jornada.
A lo largo del evento se escenificaron las catorce estaciones del viacrucis, evocando el camino que, según la tradición cristiana, recorrió Jesús desde que fue condenado hasta su sepultura. El recorrido inicia cuando Jesús, tras ser arrestado y juzgado, es sentenciado a muerte. Se le entrega la cruz que debe cargar por las calles de Jerusalén hasta el lugar de su ejecución. Este trayecto está marcado por varios momentos significativos: la primera caída, símbolo del peso no solo físico sino espiritual de la condena; el encuentro con su madre María, reflejo del dolor compartido; la ayuda que recibe de Simón de Cirene, un gesto de compasión inesperado; y el acto de Verónica, quien se acerca a limpiarle el rostro, dejando impresa su imagen como una señal de humanidad en medio del castigo.

Las caídas se repiten, y también se retrata el momento en que Jesús habla con mujeres del pueblo que lloran por él, exhortándolas a mirar el dolor del mundo. Finalmente, llega el ascenso al monte Calvario, donde es despojado de sus vestiduras, clavado en la cruz y dejado morir. La última estación representa el descenso de su cuerpo y su colocación en el sepulcro.
Este tipo de representaciones, aunque no cambian sustancialmente año con año, continúan convocando a cientos de personas por una razón más profunda que la costumbre o la fe individual. El viacrucis funciona como un signo cultural que resignifica, en cada generación, los conceptos de sufrimiento, redención y comunidad. El cuerpo en escena —ensangrentado, exhausto, abrazando la cruz— se convierte en símbolo del dolor colectivo, de las cargas cotidianas y de una esperanza que aún se sostiene, incluso bajo un sol inclemente.

En el imaginario mexicano, actos como estos tienen una función que va más allá de la religiosidad: constituyen un mecanismo de identidad compartida. Son rituales que, al repetirse, reafirman valores, conectan a las personas con una narrativa histórica común y permiten, por unas horas, experimentar la vida como drama colectivo. El viacrucis, entonces, no es solo un recuerdo del pasado, sino una puesta en escena del presente emocional de una comunidad.