El prejuicio es hijo de la ignorancia

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El mexicano se ve al espejo y su irreductible reflejo le muestra lo más desagradable de su percepción conceptual, filosófica y estética, prefiere verse bajo la sombra de la imitación. El mexicano define al otro como el que no soy yo.

La factibilidad de integrarse como sociedad en un crisol multirracial y diversamente cultural requiere forzosamente ver, observar y determinar al otro como el yo posible. La identidad suele recurrir a la condición socioeconómica como determinante a la hora de presentar la sociabilidad de la empatía, el dolor ajeno es mayor cuando es uno de los míos quien sufre, no los otros que para eso han dejado de ser yo desde el momento mismo de su nacimiento.

El presidente de la república establece que los privilegiados de otros tiempos se encuentran dispersos y asustados ante la posibilidad de que los desfavorecidos de las políticas económicas de antaño se impongan y posterguen la sucesión de eventos que posibiliten el arribo al poder de los ignorados de siempre. Las reminiscencias del “pasado presente” se aferran con lujuria al status vigente en el vocablo actualizado. El lenguaje como instrumento transformador ha encontrado en la “díchara” un arma peligrosa que amenaza el estado de las cosas. El presidente postula desde el púlpito con jocosa algarabía y rescata el valor de la palabra sencilla, despojada de su solemnidad. El pueblo arma boruca y dignifica sus dichos y verdades transformados en refranes.

El orgullo de ser mexicano puede constituir el proemio de una eventual forma de ser, a partir del derrumbe de las viejas estructuras clasistas. En los campos sociales de los que hablaba Pierre Bordieu se prodigaba la filosofía del mérito, había que pertenecer antes que ser y a su vez, convertirse al testamento mediante el aprendizaje y la práctica indubitable de los rituales y las formas de comportamiento que exige el círculo al que se desea pertenecer, los hábitos de conducta, los gustos gastronómicos, las revelaciones literarias y la diversidad artística reducida a unos cuantos ejemplos de sobriedad y particular reverencia al pasado.

Lo socialmente aceptado se diversifica conforme la encomienda de las estructuras rígidas se quiebran ante la avasallante personalidad de un líder que desprecia la herencia de los regímenes a los que se habían acostumbrado los nadies, los inexistentes caminantes y pobladores del México ignorado. Las élites se encuentran desconcertadas, ahora deben ganarse el favor de la confianza ciudadana, es ahora cuando se percatan que siempre han estado ahí y tienen un poder que esgrimen con ánimo jactancioso. Los roles se han invertido y la apuesta de quienes hasta hace poco dominaban el panorama con una visión exclusionista es apostar por el fracaso inmediato del régimen para posicionarse nuevamente en el poder político.

Es bien sabido que el gobierno no comparte el entusiasmo del discurso ecléctico de López Obrador, sin embargo, a fuerza de orgullo y prejuicio se sostiene sobre las bases de la antigua presidencia imperial, quien ostenta el poder no se equivoca. La advocación del mensaje se sustenta en precarios silogismos que evocan un orgulloso pasado que datan de más de un siglo. Es muy posible que los liberales del siglo XIX estarían escandalizados ante la rampante transformación expuesta.

Aún es muy inoportuno e imprudente predecir si los efectos de la pertinaz lluvia de ideas del presidente tendrán un efecto masificador que ratifique en las urnas la confianza ciudadana. Lo cierto es que salvo algunos sobresaltos, la figura del personaje se encuentra intocada y más aún porque sus adversarios no aciertan a esclarecer la viabilidad de su existencia. Se corre el riesgo de que las voces rebeldes se vean silenciadas por la falta de legitimidad electoral. Nunca como en otros tiempos la conciencia colectiva fue más vulnerable y manipulable por los designios divinos del poder político.

El presidente ha sido capaz de sortear con habilidad y conveniente anticipación los fracasos. La venta de un avión (que aún no nos pertenece) transformada en rifa es una clara muestra de cómo el desasosiego y el desdén de los temas verdaderamente apremiantes pueden ser sustituidos por las ocurrencias de un político mañoso. La razón de su dicho radica en no soltar el micrófono y siempre tener la última palabra.

A pesar del éxito del modelo de comunicación de la política transformadora del presidente, sus activos políticos se encuentran rezagados, incapaces de seguir el paso, se limitan a repetir los clichés y asumirse como beneficiarios del aturdidor aplauso. La crisis intelectual afecta por igual a los partidos de oposición que a la corriente dominante. Tal condición vuelve al cíclico ritual de convocar a las urnas al pueblo, en un eventual fracaso de la praxis para ser suplantada por los dictados de un populista incansable.

Sea pues Andrés, prodigio de la verborrea, juglar de cantos olvidados, eres el de las bravatas, montado en un equino sin estribo, ni patas.

Gandhi Antipatro

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