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El lugar sin límites y la masculinidad rota en el cine mexicano

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Por: Martín Hernández

Estrenada en 1978, El lugar sin límites, de Arturo Ripstein, se ha consolidado como una de las películas más importantes del cine mexicano. Adaptada de la novela de José Donoso, la cinta no solo destaca por su impecable dirección y su estética sombría, sino también por su feroz crítica social y su subversión de los estereotipos de género. A más de cuatro décadas de su estreno, sigue siendo un retrato incómodo de una sociedad atrapada en la violencia y la hipocresía.

Ripstein construye un universo visual que refuerza el encierro físico y emocional de los personajes. La fotografía de Miguel Garzón, dominada por colores terrosos y sombras marcadas, encierra a los protagonistas en un pueblo asfixiante, donde el destino parece inamovible, casi como un mal sueño.

Las tomas largas y los encuadres cerrados convierten los espacios en prisiones. El prostíbulo donde transcurre la mayor parte de la historia no es solo un negocio en decadencia, sino una representación del país mismo: un lugar donde se transgreden las normas en privado, pero donde la violencia y la discriminación siguen dictando las reglas de la vida.

La película sigue a la Manuela (Roberto Cobo), un travesti frágil pero desafiante que administra un prostíbulo junto con su hija adoptiva, La Japonesita (Ana Martín). La llegada de Pancho (Gonzalo Vega), un hombre atrapado en su propia crisis de identidad, desata un conflicto que desemboca en la crónica de una desesperación anunciada.

El guion de José Emilio Pacheco, lejos de enfatizar el dramatismo de la historia, apuesta por la contención. Los diálogos y silencios construyen una tensión constante, donde el deseo reprimido y la violencia contenida se entrelazan hasta volverse inseparables.

Pancho representa el dilema de la masculinidad en un entorno que no admite fisuras. Su atracción por la Manuela es innegable, pero también lo es su necesidad de negarla. Esta contradicción lo convierte en un personaje que oscila entre la vulnerabilidad y la brutalidad, incapaz de aceptar su propia identidad.

Más allá del drama individual, El lugar sin límites es una crítica feroz a un México dominado por el machismo y la violencia estructural. La figura de Don Alejo (Fernando Soler), el cacique del pueblo, encarna el poder corrupto que impone el orden a su conveniencia.

En este contexto, la Manuela no solo es un personaje transgresor, sino una víctima de un sistema que no tolera lo diferente. Su muerte no es un castigo narrativo, sino una consecuencia lógica de una sociedad que se resiste al cambio.

A diferencia de otras producciones mexicanas de su época, El lugar sin límites no busca el impacto fácil ni la redención de sus personajes. Su crudeza radica en su honestidad: la violencia no es un giro narrativo, sino una constante.

Ripstein construye una historia que sigue incomodando porque expone las contradicciones de una sociedad que, a pesar del paso del tiempo, sigue debatiéndose entre la negación y la aceptación de su propia diversidad. En este sentido, la película no solo es un referente del cine mexicano, sino un recordatorio de que el cine puede y debe desafiar las normas establecidas.

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