Por: El Primo Feliciano
Sin duda alguna, si existiera un reconocimiento oficial al nepotismo, Santa María del Río y Zaragoza competirían codo a codo por los primeros lugares. En ambos municipios, las alcaldesas —Isis Díaz y su homóloga zaragozana— han llevado el concepto de “gobierno familiar” a niveles que ni las peores caricaturas de la política municipal habían imaginado. Lo que alguna vez fue un escándalo aislado, hoy parece la regla: si el funcionario no tiene parentesco o vínculos personales con la presidenta, simplemente no tiene cabida.
En Santa María del Río, el llamado Pueblo Mágico, el encanto parece haberse trasladado de sus rebozos y tradiciones a los trucos administrativos para colocar a familiares y allegados. Dentro del Ayuntamiento, los apellidos se repiten como eco en pasillos donde la meritocracia fue sustituida por el favoritismo. El caso más evidente es el de Areli Vega Díaz, sobrina de la alcaldesa, quien funge como titular de la Instancia de la Mujer sin contar con la preparación ni la experiencia necesarias para un cargo de esa relevancia. El nombramiento, lejos de fortalecer la atención a las mujeres, ha sido una bofetada para quienes durante años han trabajado con profesionalismo en el tema.
Pero este no es un hecho aislado. El esquema se reproduce en distintas áreas del gobierno municipal: hermanos, primos, cuñados y compadres ocupan espacios estratégicos, desplazando a personal con trayectoria comprobada. En paralelo, quienes se atreven a expresar una opinión crítica o a negarse a cumplir caprichos políticos son marginados o despedidos sin contemplación. Así, la administración pública se transforma en una red clientelar, donde la lealtad personal pesa más que la capacidad. El nepotismo no es un simple detalle incómodo; es una forma de corrupción. Y lo más grave es que suele disfrazarse con una narrativa de “confianza” o “trabajo en equipo”. Bajo ese pretexto, se justifica lo injustificable: que los recursos públicos terminen beneficiando a un círculo cerrado, mientras los ciudadanos siguen esperando servicios eficientes, obras de impacto real y funcionarios que rindan cuentas.
En Santa María del Río, el tiempo y los recursos parecen invertirse más en la politiquería que en el desarrollo del municipio. Los bultos de cemento repartidos a discreción, las funciones de cine o la costosa exhibición de momias de Encarnación de Díaz son ejemplos de una gestión que privilegia la imagen sobre los resultados. Actividades pensadas para la foto, no para el progreso. Mientras tanto, las calles siguen deterioradas, los servicios públicos fallan y la población percibe —con razón— que el gobierno municipal se dedica más a entretener que a resolver.
En Zaragoza ocurre algo similar. La alcaldesa parece haber encontrado en el nepotismo una fórmula cómoda de control político: llenar los espacios clave con familiares o incondicionales, blindando así cualquier intento de crítica o fiscalización interna. Y si alguien osa cuestionar, pronto descubre que en ese municipio el disenso tiene consecuencias laborales.
Ambas alcaldesas comparten un rasgo preocupante: confunden el ejercicio del poder con la propiedad del municipio. Como si el voto popular les hubiera entregado, junto con el bastón de mando, una patente de corso para administrar el Ayuntamiento como negocio familiar. Pero los cargos públicos no son herencias ni botines; son responsabilidades que deben ejercerse con ética y transparencia.
El nepotismo es una forma silenciosa de corrupción porque destruye la confianza ciudadana. Socava la moral administrativa y perpetúa una cultura en la que el mérito es secundario frente a los vínculos personales. Y lo más triste es que, mientras estas prácticas persisten, la ciudadanía se acostumbra. Se normaliza el abuso, se acepta la mediocridad, se olvida que el servicio público es eso: servicio.
Santa María del Río y Zaragoza deberían ser ejemplo de eficiencia, transparencia y compromiso social. En cambio, se han convertido en el espejo de lo que la política local no debería ser. No se puede aspirar al desarrollo cuando el gobierno municipal opera como una agencia de colocaciones para parientes y amigos. No se puede hablar de equidad ni de justicia social mientras se cierran las puertas a quienes no tienen un apellido conveniente. Ojalá, algún día, el mérito vuelva a ser el criterio principal para ocupar un cargo público. Ojalá, algún día, los municipios dejen de ser feudos familiares. Mientras tanto, la ciudadanía haría bien en recordar que la magia de Santa María del Río y la historia de Zaragoza merecen más que un gobierno de parientes: merecen servidores públicos que sepan que el poder se ejerce con responsabilidad, no con favoritismos.













